viernes

ultimas paradojas sobre la muerte

Lo malo de morirse en fin de semana es que el entierro se desluce porque siempre se ausentará alguien que ya tenía otros planes.

Llevo un rato deambulando por un pasillo brillante del tanatorio, y reconozco a casi todas las personas que están allí reunidas. Muchos están entre tristes-muy tristes (estos usan todos gafas de sol), otros están simplemente serios, y los demás conversan algo más relajados fumando un cigarrito en el jardín que está justo al otro lado de la cristalera que da vida al corredor.
Como es seguro que hacía mucho que no se veían, me parece que es esta una de las cosas buenas que tienen los entierros, que unen a quienes de otro modo no encontrarían un momento para verse (es que todos estamos tan ocupados con nuestras vidas...)

Al principio pensé que la razón por la que nadie se acercaba a saludarme era porque estaban demasiado afectados, pero lo cierto es que empiezo a desconfiar de que nadie me dirija la palabra. Me quito las gafas de sol para permitir que me reconozcan mejor y hacerme así algo más visible, pero como no surte efectos, pienso que me habré equivocado de muerto, de entierro y de pasillo, por lo que decido que lo mejor será verificar el cadáver.

En torno a la localización exacta del fallecido se establecen siempre unos “radios de influencia afectiva” imaginarios que determinan el grado de afinidad o cercanía emocional de los que allí se encuentran respecto del muerto. Cuanto más allegado eres, más cerca estás y más tiempo permaneces allí, es como una regla no escrita y universal: el tiempo que permanezcas al lado del muerto determinará infaliblemente tu cariño y cercanía con el finado. Esto creo que me resultará muy útil para despejar mi incógnita.

Voy sorteando por el camino a algunas personas a quienes no conozco de nada pero que parecen estar afectadísimas. Deben ser “tías segundas” o “vecinas muy próximas”, a las que se les reconoce porque que suelen ser las más ruidosas al llegar a los velorios. Reparten indiscriminadamente largos besos sonoros y van generando a su paso un innecesario dolor contagioso. Son como los “piquetes del duelo”, las incitadoras del dolor, que con su mejor voluntad, ostentan la torpe habilidad de hacer llorar a quien no lo desea: el suyo es el consuelo envenenado.

Ya en el epicentro del duelo, es tal la acumulación de coronas y plantas que atiborran la pequeña habitación, que al entrar la sensación es la misma que se tiene dentro de un invernadero: hace un calor de muerte (con perdón...). Decidido finalmente a comprobar la identidad del fallecido, espero mi turno (siempre hay que esperar) mientras escucho el clásico “la verdad es que está estupendo”, ¡qué pena, hija!. Y yo pienso para mis adentros que muy estupendo no creo que esté, pues estaría más estupendo VIVO, la verdad.

Así que por fín me toca mi turno, me asomo con pocas ganas al cristalito de la caja, y... ahí estoy YO.

Ahora lo entiendo todo, nadie me saludaba por que NO PODÍAN, soy yo el que ha palmado y no pueden ni verme, ni consolarme, ni nada de lo que se hace en un entierro entre los vivos: estoy metido en la caja con cara de vela (y con un traje milrayas que evidentemente no es mío, aunque la verdad es que hasta muerto tengo buena pinta...).

Vale, me voy a tranquilizar porque esto lo cambia todo. Ya no tengo que preocuparme de ponerme o quitarme las gafas de sol, ni de saludar a quien no me apetezca, ni de nada en particular (supongo que los muertos no se preocupan, aunque no lo puedo asegurar porque todo esto es nuevo para mí). Además, ahora que juego con ventaja podré averiguar quien realmente me quiere o no. Porque eso se nota, y lo sabemos todos.

Salgo de nuevo al pasillo (o lo que sea que hagamos los muertos para desplazarnos...) y contemplo el panorama desde otra perspectiva.
Lo primero que voy a a hacer es ponerles falta a los que no han venido, esto es importantísimo en cualquier entierro. Y aunque una de las desventajas de ser el muerto en tu propio entierro es que no puedes criticar nada ni a nadie, a los que no vengan les espero....
Lo segundo que haré es observar si finalmente ha acudido mucha o poca gente al entierro. Porque todos sabemos que si viene mucha gente eras muy querido, y si la iglesia está medio vacia, eras un capullo impopular (no conviene precipitarse en este análisis, ya que a última hora suele haber un arreón final de aquellos que siempre llegan tarde a propósito).

Pues ya estamos metidos en la capilla para la misa (cierta expectación y 3/4 partes del aforo cubierto, no esperaba menos), y a la primera de cambio alguien le ha tenido que soplar al cura mi nombre, porque me acaba de llamar Ernesto... (se le ha debido traspapelar, porque el pobre Ernesto es al que acaban de achicharrar en el pase anterior).
Dado que no me conocía de nada no se lo tendré en cuenta, esto suele suceder y supongo que es lo normal cuando se ofician más de veinte ceremonias fúnebres cada día laborable. Pero que necesite mirar de reojo el papel cada vez que me nombra ya me parece peor, más que nada porque rompe el ritmo dramático del discurso, que dicho sea de paso no le está quedando ni fluido ni creible, no hay hilo argumental y el personal se me empieza a distraer.
A algunos curas especializados en lo fúnebre, les pasa lo mismo que lo comentado para las “tías segundas”, que tienden a necesitar poner a flor de piel la angustia y el dolor de los que ya estaban tranquilamente sentados en sus bancos esperando poder marcharse a sus casas cuanto antes. Cuando ya había pasado el mal rato inicial, ahora toca ablandar las defensas del público con lo de el buen hjo, el buen padre, el buen marido, el amigo de sus amigos, y que aunque esté físicamente MUERTO nunca lo estaré en sus corazones... y bla, bla, bla, y todo esto sin saber ni quien era ni cómo me llamo, lo que indudablemente tiene su mérito.

Como ya dije antes, lo malo de ser el muerto en el entierro es que no tienes poder alguno de decisión, por que si no fuera así, ya habría pedido por favor, que no me tuvieran expuesto allí al fondo tras un cristal, con mis espantosas coronas de muerto rodeándome y con unas cortinas de tercipelo rojo descoloridas completando este triste bodegón mortuorio. Porque esto de la incineración es un buen invento, me parece muy cómodo y ecológico, pero lo de la caja expuesta tras un cristal me produce la misma sensación que siento cuando voy a comprar un pollo asado, y lo contemplo tras otro cristal similar mientras da vueltas esperando tostarse al calorcito del horno...

Ahora que parece que ya había pasado lo peor, obligan a la gente a amontonarse sobre la única puerta abierta en busca de aire fresco (nunca he entendido porque en las iglesias donde suele haber varias puertas, solo abren una para poder salir, es como si intentaran forzar a la gente para que se quedara un ratito más allí, supongo que será una especie de primitivo marketing ecuménico...).

Una vez fuera de la capilla, los más morbosos disimularán no estar pendientes de cuándo sale expulsado al exterior mi humillo por la chimenea, mientras que los demás se repartirán muchos besos, abrazos (con palmadas), y varios “oye, a ver si nos vemos más”... “si, pero que sea para otra cosa más alegre...” y tú dale muchos recuerdos a no sé quien...” “de tu parte...” y bla, bla, bla... y así acabarán dispersándose: se acabó.

No sé a qué se dedican los muertos, supongo que ya me informarán de algo en recepción. En cuanto sepa algo nuevo os lo cuento.


http://javierpjimenez.blogspot.com/

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